Hace unos días, recién empezado el año, pasé por las
calles de Iturbide y Bucareli, deteniéndome un momento para reconocer la
fachada del cine Palacio Chino, dándome
cuenta de lo inclemente que puede ser nuestra sociedad, pues la decadencia del Palacio Chino fue una cuestión más del descuido
de sus propietarios que del paso del tiempo.
Inaugurado el 29 de marzo de 1940, el Palacio Chino, junto con los cines Teresa, Ópera y Metropolitan
(principal contendiente por su cercanía), se convirtieron en estandarte de los
teatros cinematográficos de nuestra ciudad y símbolo de una sociedad donde acudir
al cine podía ser tanto una distracción popular como una ocasión de gala. En
este segundo aspecto el Palacio Chino
era insuperable, con su doble entrada, una sobre la calle de Bucareli y la
principal sobre Iturbide, donde la gente formaba grandes filas cada semana para
ocupar alguna de sus cuatro mil butacas de lujo, pasando su tiempo de espera
admirando la decoración y murales de Juan Campos y Humberto Ramírez que
reproducía pagodas de oro y plata y templos orientales, consiguiendo que el
espectador empezara a transportarse a otra realidad desde el momento en que
entraba al recinto. Porque ir al Palacio
Chino era parte de la visión cosmopolita que dominaba en la zona centro de
la ciudad durante las décadas de los 40 y 50, de la vida nocturna de una metrópoli
de amantes bohemios y trasnochadores y la vida familiar de fin de semana.
Para mediados de los años 60, habiendo vendido la
mitad de su espacio, el Palacio Chino
se había convertido en un cine popular, pero que todavía conservaba mucha de su
clase y carácter familiar. Este fue el Palacio
Chino que conocí y donde mi madre me llevó a ver La Pequeña Sirenita. No la versión dulcificada de Disney sino la de
Toei Animation, un espectáculo que
abría y cerraba con tomas generales y auténticas de Dinamarca, enmarcando una
historia fiel al cuento original de Andersen, incluyendo el trágico final donde
la sirenita, incapaz de asesinar al príncipe para salvar su propia vida, se
convierte en espuma de mar. Una visión muy intensa para un niño de apenas
cuatro años. Y lo que más recuerdo de esa función fue el juguete que me
compraron al salir; una taza en forma de pez con agua y jabón que lanzaba
burbujas por su boca al soplar por el extremo de una aleta.
En décadas posteriores, el Palacio Chino dejó de ser símbolo de la ciudad para convertirse en
una parte poco distinguible, aunque indeleble, de la misma. Habiéndome mudado a
la periferia de la ciudad, mis visitas a este lugar se redujeron significativamente,
hasta que finalmente, en 1994 y durante una escapada de pinta de la escuela con
varios compañeros, fuimos a ver Pulp
Fiction. Entonces el Palacio Chino
todavía no caía en control de Cinemex,
aunque sus lunetas sí se habían convertido en multi-salas. Pero Pulp Fiction pudimos verla en su
pantalla original, en un amplio salón decorado majestuosamente y que preservaba
la arquitectura y decoración que le daba su nombre. Ninguna proyección en
cualquier sala moderna podrá superar la impresión que me dejó entonces el
discurso bíblico de Samuel L. Jackson
antes de ejecutar a su víctimas.
En sus últimos 20 años Cinemex redujo al Palacio
Chino a un nivel popular, no solamente por ser en algún momento el complejo
con los precios más baratos de la cadena, sino por su pobre trabajo de
remodelación y posterior descuido de sus instalaciones, aunque su cierre
definitivo se debió principalmente a la decisión de los dueños del inmueble de
no renovar el arrendamiento. Finalmente, tras 77 años de historia, el año
pasado se anunció el cierre definitivo del Palacio
Chino y, en general, también el de una era que comenzó con una cálida felicitación
de Charles Chaplin por su
inauguración y culminó con un frío comunicado por parte de Cinemex, pasando (en mi caso) por una trágica sirenita convertida
en espuma y un maletín cuyo misterioso contenido dorado nunca supimos qué era.
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