En mis años de mi infancia, incluso desde el inicio de
los teatros cinematográficos en la Ciudad de México, ir al cine siempre había
sido una actividad para el final del día: el preámbulo a una cena o noche de
baile o cabaret; un momento de esparcimiento tras la jornada laboral o el punto
de arranque para la vida nocturna. Sí, el cine era una actividad diseñada
principalmente para gente de vida nocturna… Y algunos niños que se mezclaban en
el proceso.
Fueran estudiantes de secundaria o primaria que
entraban por su cuenta o los todavía menores en compañía de sus familiares,
estos infantes ingresaban por igual a las películas clasificadas como
infantiles, para jóvenes o adultos. Y con ellos también entraba el desorden,
las risas, las guerras de palomitas de maíz, las carreras a lo largo de los
pasillos alfombrados o la aventura de subirse al proscenio para saltar frente a
la pantalla antes de que las luces se apagaran, lo cual tampoco era garantía de
que la sala estaría en calma durante la función, porque si la película no los
cautivaba, el niño se revolvería inquieto en el asiento o se levantaría de nuevo
para caminar por el pasillo. O peor, si el filme lograba interesarlo ya no
dejaría de reír escandalosamente, vitorear al héroe, abuchear al villano o
preguntarle al adulto que lo acompañara lo que estaba sucediendo porque todavía
era muy joven para leer subtítulos.
Con los años, como un proceso de experimentación para
ganar mayores ingresos para un negocio que, abriera después de la dos de la
tarde o no, generaba gastos durante todo el día, algunos cines adoptaron la
costumbre de realizar funciones de matinée,
preferentemente en fines de semana, después de las diez de la mañana y antes de
las dos de la tarde, y enfocadas en la proyección de películas para niños. Estas
funciones rara vez incluían los estrenos de temporada, por lo que, para
programar estas proyecciones, los cines echaban mano a su propio catálogo
interno de películas que habían conservado de los distribuidores durante
décadas de funcionamiento.
La Linterna
Mágica fue el primer cine que conocí en funciones de matinée. Ubicada en la unidad habitacional independencia, en la
glorieta de San Jerónimo, este cine de segunda clase (incluso antes de
clausurar su segundo piso) tenía mala fama de sucio, desorganizado, mal
atendido y, en ocasiones, de ratas que se colaban entre las butacas. Curiosamente
no lo recuerdo así.
Recuerdo más una época en que mi madre trabajó en Plaza
San Jerónimo y en los fines de semana que se veía en la necesidad de llevarme con
ella para no dejarme sólo en casa. Entonces, pasando frente a la marquesina de la
Linterna Mágica, empezamos a ver sus
carteles que anunciaban sus nuevas funciones de matinée. Es curioso que mi madre creyera que no podía quedarme sólo
en casa, pero que sí podía permanecer un par de horas en ese cine y luego
alcanzarla para comer y pasar en su trabajo el resto de la tarde. Supongo que
eran tiempos más amigables para un niño de nueve años.
Vi varias películas en el Linterna Mágica y la que más recuerdo fue The Great Mouse Detective, bautizada en México como Policías y Ratones y parte de lo que muchos aficionados consideran la era oscura de Disney, gracias a la visión ligeramente macabra de sus directores (Ron Clements y Burny Mattinson) que incluía ambientes oscuros, personajes marcados por sus obsesiones, un villano perturbador, el cigarro y la bebida como vicios comunes, implicaciones eróticas, música de Henry Mancini y un inolvidable enfrentamiento final entre héroe y villano, dentro de la maquinaria del Big Ben, una escena impecablemente realizada en técnica, implicaciones dramáticas y violencia extrema para su época.
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