jueves, 27 de noviembre de 2014

Middle Age Freak: Cuando Pase el Temblor…


Yo no siento los temblores. En serio, nunca los siento, especialmente los que ocurren en madrugada, cuando todavía estoy dormido. Ya son varias las ocasiones en que me ha despertado una llamada preocupada de mi madre, quien me pregunta si todo está bien y si había sentido el temblor. Yo, todavía bostezando, le preguntó; “¿cuál temblor?”.

En la casa o el trabajo ha sido lo mismo. Lo único que me advierte de algún movimiento telúrico es la primera expresión de alarma que proviene de la persona más sensible en la habitación, quien ya se ha levantado de su silla y avanza hacia la puerta. Y la alarma sísmica se deja escuchar hasta que muchos ya hemos desalojado.


Yo recuerdo lo que estaba haciendo el 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 de la mañana. Me encontraba desayunando antes de ir a la escuela. En la casa estaban mi madre, mi tío Aurelio, quien estaba de visita y se encargaba de llevarme al colegio, y Carmen, una amiga personal de mi madre y que estaba alrededor del séptimo mes de su embarazo. Se estaba quedando con nosotros mientras llegaba el día de su alumbramiento. Ellos estaban viendo las noticias de la mañana y yo, por obvias razones y dados mis siete años de edad, me limitaba a devorar mi desayuno.

Como ya dije antes, no sentí cuando empezó el terremoto, pero sí vi la expresión de alarma en el rostro de mi madre y sentí la mano de mi tío arrastrándome fuera de la casa. Mi madre se quedó al pie de la escalera, apurando a Carmen para que bajara tan rápido como pudiera. Una vez fuera de la casa esperamos a que pasara el temblor y, viendo que no habían ocurrido mayores percances en nuestra zona, me eché la mochila al hombro y partí a la escuela.


Para entonces mis padres se habían divorciado y mi madre había conseguido su casa en la zona poniente de la ciudad, mientras que mi padre seguía viviendo en la calle República del Salvador, en pleno corazón de la ciudad y de donde le habló a mi madre en el primer teléfono funcional que encontró. La regañó severamente cuando supo que me había mandado a la escuela. Fácilmente puedo imaginarme su angustia, viendo a la gente angustiada recorrer las calles y ver con incredulidad los escombros de edificios que existieron durante décadas y los cuales cayeron en segundos. Pasarían más de 20 años para que estas cicatrices de concreto sanaran. Algunas todavía persisten.

En transcurso de las semanas y los meses, las noticias y reportes de los daños y procedimientos de rescate de los damnificados, me afectaban tanto como podría esperarse en un niño de siete años. Nunca puse verdadera atención a los movimientos que se realizaban en la ciudad. Rara vez volví a la zona centro en esos días. Nunca supe del escándalo que protagonizó el ex presidente Miguel de la Madrid, al negarse a aceptar la ayuda extranjera hasta que su esposa lo convenció de lo contrario. Tampoco escuché los primeros reportes que consideraban la cantidad de muertos en poco menos de una centena. Posiblemente nunca sepamos el número real de muertos a causa de la misma censura que impuso el gobierno.


Tampoco me enteré del esfuerzo y las hazañas de personas comunes que, sin ningún tipo de entrenamiento o interés particular, formaron brigadas de rescate o prestaron su ayuda. Nunca escuché de la formación de Los Topos o de las tantas víctimas que rescató Marcos Efrén Zariñana, a quien por su 1.54 m de estatura le llamaban La Pulga. Tampoco supe de las protestas ciudadanas que demandaban un trato justo para los damnificados, una indemnización que no fuera un chiste y una explicación sobre porqué edificios, supuestamente construidos bajo altas normas de calidad y considerados para resistir temblores de mayor magnitud, se derrumbaron hasta sus cimientos.


Nunca comprendí el cambio que sufrió la fisonomía del centro histórico tras el temblor, ni la importancia que los simulacros adquirieron en años posteriores. En general hubo muchas cosas que no comprendí en ese momento. Tal vez por eso, por ese alejamiento, propiciado por mis padres o auto-impuesto, es que en realidad no puedo sentir los temblores.

“A veces tengo temor, lo sé. A veces vergüenza.”

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