martes, 1 de julio de 2014

Los Otros 52, 46a Semana. "Lo Dijo Einstein".

Algo, en algún lugar, en algún momento, de alguna forma y por algún motivo, estalla.

LO DIJO EINSTEIN

Ángel Zuare

Entre tantas cosas que llegó a decirle su padre, Felipe solamente podía recordar dos ahora: primero, que las cosas siempre ocurren por un motivo, sin importar que parezca los contrario o si podemos o no ver las conexiones entre la causa y el efecto, pues Dios no juega a los dados (a su padre le encantaba esa frase, aunque nunca podía recordar quién la había dicho). La segunda cosa que le decía, no con menos frecuencia, era que los hombres pueden llorar. Y tal vez la recordaba ahora porque Felipe tenía muchas ganas de hacerlo. Pero llorar le hubiera provocado una hora más de dolor, ya fuera con las navajas o el bate.

-¿Con la esposa del jefe? ¿Es en serio?- alcanzó a escuchar que decía uno de los dos hombres que estaban en la misma habitación con él, desde hace más de tres horas. Felipe agradeció en silencio que empezaran a conversar, dándole así tiempo para descansar, aunque la falta de sensación en sus muñecas amarradas y la tensión sobre sus brazos y hombros, estirados al máximo por encima de su cabeza, no le permitían relajarse.

-Así como oyes. ¿Lo puedes creer?- comentó el otro, jugando con el bate que sostenía en una mano y haciéndolo girar sobre su muñeca. Era el único que se había despojado de su saco y camisa del uniforme, junto con la funda sobaquera para la calibre 35, quedando sólo en su camiseta sin mangas. En cambio su compañero se había quitado el saco y arremangado los puños de la camisa. Ahora sostenía entre sus manos una navaja que trataba de limpiar con los restos ensangrentados de la camisa de Felipe, que le había arrancado haciéndola jirones, abriéndole heridas que aún sangraban en el abdomen y en el pecho.

Felipe trató de no pensar en eso, o en el dolor de sus brazos, la falta de circulación en sus muñecas, el entumecimiento en sus partes más sensibles, en la sensación de vacío bajo sus pies, balanceándose a pocos centímetros del suelo, o la de ahogo en su boca por los sucios trapos con los que le habían amordazado. Trato de no pensar en que, al final de lo que ya consideraba inevitable, lo dejarían tan irreconocible que su mamá y su hermana estallarían en llanto cuando tuvieran que identificar su cuerpo. O en el peor escenario, que estos hombres se encargaran de que nadie volviera a saber de él. No, en cambio se concentró en reactivar la circulación de sus muñecas moviendo los dedos, o al menos haciéndose a la idea de moverlos, pues desde hace varios minutos había perdido toda sensación.

-¿Y qué vamos a hacer con él?- preguntó el hombre de la navaja y las mangas recogidas. –Digo, para acabar, porque ya le aplicamos todo el manual aquí. Sólo nos faltó el tehuacanazo, pero ya viste que no hay ninguna tienda abierta por aquí. Ni siquiera una de esas, de veinticuatro horas. ¿No te parece raro?

El hombre en camiseta sin mangas se encogió de hombros un segundo. Repentinamente levantó el bate y descargó un golpe en las costillas de Felipe, quien lanzó un grito ahogado por la mordaza, mientras se balanceaba de un lado al otro. El hombre en camiseta lo sujetó del cabello para mirarlo directamente a los ojos mientras hablaba:

-La esposa del jefe, pinche Felipe. Te luciste. Tomas el trabajo muy en serio, no sólo la protegías durante el día sino también por la noche, ¿verdad cabrón? Y fea no es. Hasta yo, en un par de ocasiones, me he hecho una chaqueta pensando en ella. Pero tú te lanzaste al ruedo. Por eso eres grande, pinche Felipe. Pendejo, pero grande.

Lo golpeó con el mango del bate en la boca del estómago, sacándole el poco aire que podía reunir respirando sólo a través de la nariz. Felipe intentó levantar sus rodillas contra el estómago del hombre, pero este sólo se hizo a un lado, con una expresión divertida por verlo patalear de un lado al otro, antes de volver a quedar inmóvil, intentando recuperar el aliento.

Felipe sólo levantó la vista cuando el hombre de la navaja empezó a hablar, dirigiéndose a nadie en particular:

-Recuerdo que, cuando yo era niño, mi papá me decía dos cosas... Una era que…

La interrupción se dio por un estruendo que llenó todo el cuarto y, casi de inmediato, un temblor que agitó los muros e hizo caer arenilla del techo de concreto. La mirada de los hombres giraron a todos lados, pero la de Felipe se fijó expectante en la única entrada de la habitación. Al no ocurrir nada volcó su atención nuevamente a sus manos atadas por encima de su cabeza, con los dedos todavía moviéndose y la sensación regresando lentamente a ellos.

-Ve a ver- ordenó el hombre en camiseta a su compañero, quien, sin soltar la navaja, desenfundó la pistola de su funda en la cintura, antes de salir por la puerta. Luego, el hombre en camiseta se acercó a Felipe, con el bate colgando holgadamente a su costado. –Lo peor de esto…- comenzó a decir. –… es que realmente me caes bien, cabrón. Siempre estabas dispuesto a tomar el turno de cualquiera de nosotros, antes de que te asignaran como escolta de tiempo completo de la esposa del jefe. Tal vez a muchos les caía mal que fueras el favorito del maestro de defensa personal, pero a mí no, realmente. Más bien lo vi como un reto. Por eso, cuando recibimos la orden, les sugerí que debíamos agarrarte al acabar tu turno, a una cuadra de tu casa, luego de dejar tu moto en el estacionamiento techado que compartes con tu vecino. Llegar por sorpresa y ¡madres!, directo a las piernas para doblarte y luego ¡tómela!, macanazo a la cabeza para tirarte. Y en menos de cinco segundos quedas sobre el suelo, apenas consiente.

“En realidad me caes bien Felipe… Pero, ¿sabes lo que decía mi padre cuando yo era niño? Que cuando vales madres, pues…”

Cuatro detonaciones de arma de fuego y un grito lo interrumpieron. El hombre en camiseta dio media vuelta hacia la entrada de la habitación y Felipe tomó un profundo respiro. Sin darle tiempo de acercarse a la puerta, sujetó fuertemente con sus dedos la cuerda por la cual colgaba del techo. Ignoró el dolor en sus brazos al sostenerse y levantar sus piernas hacia la cabeza del hombre en camiseta, rodeando su cuello. Lo jaló hacia un lado, haciéndole perder el equilibrio por un segundo, suficiente para que el bate resbalara de su mano y cayera al suelo. Por instinto los dedos del hombre se hundieron en las piernas de Felipe, intentando abrirlas. La expresión del hombre pasó de la sorpresa a la furia y la frustración, pero Felipe no podía verlo. Sólo lo escuchaba gruñir y sentía como sus dedos se incrustaban en su piel, a través del pantalón del uniforme de escoltas. Respondiendo a eso, Felipe apretó sus muslos con toda su fuerza, sintiendo como la cabeza del hombre crujía entre ellos. Lo sintió agitarse cada vez con más fuerza hasta que, finalmente, dejo de moverse y empezó a caer lentamente al suelo, justo a los pies de Felipe, quien finalmente pudo apoyarse sobre el cuerpo inconsciente del hombre para aligerar la tensión sobre sus muñecas.

Sin apartar la vista de la entrada empezó a girar sus brazos con fuerza y en direcciones opuestas, hasta sentir que empezaba a ganar espacio de cuerda. Sus dedos se movieron con más libertad y pudo localizar el nudo principal, que empezó a deshacer. Al sentir que el cuerpo bajo sus pies empezaba a moverse lo golpeó con fuerza en la cabeza, hasta sentir que la suela de su zapato se hundía en una superficie informe. De inmediato regresó a sus manos, sin alejar su mirada de la puerta. Sin prestar atención a los ruidos de sirenas, gritos de personas y rugidos de autos circulando rápidamente.

Las cuerdas se aflojaron y, al liberarse, resbaló sobre el cuerpo del hombre en camiseta, cayendo al suelo. De inmediato quiso incorporarse, trastabillando un par de ocasiones por el dolor reciente en sus costillas. Retiró la mordaza de su boca para recobrar el aliento más rápidamente, antes de arrojarse hacia un rincón del cuarto, donde habían dejado caer el saco y la funda de su pistola que le habían arrebatado tras la emboscada. Con una mano apuntando hacia la puerta, la otra empezó a confirmar que en los bolsillos del saco aún estuvieran su cartera, el teléfono celular y sus llaves.

Salió del cuarto exagerando precauciones, avanzando apoyándose sobre el muro y apuntando hacia el final del pasillo en penumbra, donde podía distinguir unas escaleras que descendían. Bajo lentamente hasta llegar a una puerta entreabierta que daba a la calle. Se escudó con ella para alcanzar a ver que, afuera, aún era de noche. La zona parecía ser de algún barrio popular por la falta de alumbrado y el agua estancada de lluvias pasadas sobre sus calles mal pavimentadas.

Quiso abrir más la puerta, pero la sintió chocar contra algo. Bajó la vista y reconoció la cabeza que se asomaba junto a la puerta. El mango de una navaja se asomaba justo abajo de la barbilla, entre burbujeo de sangre que no dejaba de manar.

Salió a la calle pegándose a la pared, sin retirar su mirada del hombre de las mangas recogidas, al pie de la puerta. Luego distinguió un resplandor rojizo al fondo de la calle y la densa columna de humo que se elevaba al cielo, oscureciéndolo aún más. Escuchó sonido de sirenas que se dirigían hacia allá y trató de distinguir qué era lo que había explotado o de dónde provenían las llamas, pero los edificios sólo le permitían ver las cúspides del fuego rasgar el aire.

Escuchó también sonidos de disparos, gritos y golpes, que parecían extenderse de la zona de la explosión. Empezó a alejarse, sacando su teléfono celular y descubriendo que no había ninguna clase de señal disponible. Ni siquiera de las estaciones de radio, donde sólo escuchaba estática.

Aún iluminado por el resplandor de la explosión llegó hasta una esquina, donde un auto se había estrellado contra un poste. Medio cuerpo del conductor asomaba a través del parabrisas, junto a otro cuerpo sobre el cofre del auto, enfundado en ropa de piel y casco de motociclista. A pocos metros de ahí distinguió la moto tendida a mitad del pavimento, con el motor andando aún.

Todo ocurre por un motivo, habría dicho su padre. Dios no juega a los dados… ¿Quién fue el que lo dijo? No recuerdo…


Einstein, papá. Fue Einstein, pensó Felipe mientras levantaba la motocicleta, la montaba y se alejaba de la zona de aquella explosión, que ningún noticiario, periódico o página de Internet comentaría durante las semanas siguientes.

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